Somos seres inevitable, irremediablemente sociales, pero todos nuestros comportamientos están sometidos a decisiones individuales. Hacer posible la sociedad, y en definitiva la supervivencia, ha obligado a establecer normativas, apoyadas siempre en valores cambiantes socialmente compartidos.
Esta obligada regulación social de los comportamientos individuales, la pugna entre el yo autárquico y sus problemáticas relaciones con otros, hace necesario establecer obligaciones y prohibiciones, codificadas en las normas morales propias del grupo. Superar este carácter grupal y exclusivo es el fundamento de la ética.
Etimológicamente, moral deriva de "mos", costumbre, ética de "ethos", que alude al carácter distintivo de la persona o la comunidad, el conjunto de rasgos y comportamientos que lo conforman. El origen de las palabras matiza el significado. Mientras los especulativos griegos indagaban en la personalidad, a los pragmáticos romanos les importaba sobre todo el mantenimiento del orden tradicional.
De ahí que la ética y la moral sean conceptos estrechamente relacionados, pero no idénticos. La moral se refiere a las normas y costumbres que una sociedad considera correctas e incorrectas. La ética, por otro lado, es una reflexión más profunda sobre esas normas y valores, buscando justificar racionalmente las decisiones morales.
La preocupación ética busca superar y mejorar los contenidos morales propios de cada grupo y los compromisos individuales, muchas veces contradictorios entre sí, a la procura de una moral universal aplicable a todos y en todos los casos.
Difícil empeño, porque esa búsqueda la condicionan intereses, valores, ideas de lo que es deseable y "natural" en cada cultura. El devenir histórico va planteando nuevos problemas y por eso la ética no constituye un cuerpo de doctrina establecido para siempre. No existe una ética fuera de su aplicación, que aunque pueda ser compartida pasa siempre por el comportamiento individual. Se impone pues analizar qué experiencias lo condicionan. Las hay positivas y negativas, y el balance entre ellas lo determina.
Las experiencias negativas producen dolor, amplio conjunto de síntomas que van del sufrimiento físico al padecimiento moral debido a la conciencia del mal comportamiento o a la impotencia, percibida como culpable aunque solo sea por falta de animo o de capacidad. Cuando predominan de modo absoluto pueden llevar a desear la muerte.
Las experiencias positivas producen placer, considerando que este no solo incluye el físico producido por el sexo, la comida o el descanso, sino también placeres intelectuales: leer, disfrutar la belleza, crear... Y uno muy importante: el basado en la empatía, el placer de ayudar o proteger a quienes entendemos como semejantes.
La empatía es la capacidad que tiene una persona de comprender las emociones y los sentimientos de los demás, basada en el reconocimiento del otro como semejante, es decir, como un individuo similar con mente propia. Por eso es vital para la vida social. Pero no basta con comprender para practicar; para eso hay que experimentar sentimientos de afecto que lleven a implicarse en lo que afecta a otros.
La pulsión para actuar o inhibirse la decide un juego de fuerzas basadas en esas experiencias positivas y negativas. Influye en el balance el predominio en la conciencia de lo vivido como cercano; por eso se habla del amor al prójimo, al próximo, que hace pasar otros afectos a un segundo o tercer plano. Lo inmediato eclipsa a lo mediato. Tiene su lógica, porque somos más capaces de cuidar a un animal doméstico que de ayudar a un niño del tercer mundo.
La perspectiva que va de lo próximo a lo lejano varía para cada persona. Algunos alejan rápidamente lo que no les afecta, otros extienden su afectividad a zonas más remotas. Los casos extremos van del psicópata que solo se ama a sí mismo (en realidad se trataría de un completo autista) al que consideraría como semejantes a seres incluso inanimados. Hay religiones orientales que llevan a sus creyentes a mirar constantemente al suelo para no pisar a una hormiguita (yo mismo evito instintivamente pisar esa hierba que crece entre los adoquines de los alcorques...).
Fuera del perfecto autista, las extensiones del yo incluyen objetos, personas y experiencias que consideramos componentes de nuestra propia identidad. Siempre incluyen al grupo social, familia y comunidad cercana, extensible a otras comunidades múltiples a que se pertenece (lingüística, religiosa, cultural, política, ideológica y especialmente, aunque a veces enmascarada por la otras, la clase social).
Cuando se superan estas máscaras, la clase social emerge como la comunidad más abarcadora. La clase dominante no va más allá, pero a los oprimidos por ella la búsqueda de soluciones los lleva a plantearse que la humanidad en su conjunto es "su" verdadera pertenencia. La comunidad humana es sobre todo una comunidad de posible y deseable comunicación. La "conciencia de especie" puede superar, incluyéndola, a la "conciencia de clase".
Pero como la afectividad puede ir más lejos, ¿por qué no incluir a mi mascota, a aquellos animales con los que de algún modo puedo extender la comunicación? ¿Puede mi empatía alcanzar a los animales en su conjunto, a los seres con los que comparto la "sintiencia"?
Esta capacidad compartida de "sentir" tiene límites difusos. No podemos saber como "siente" un pulpo, (ese gracioso animal de compañía) y estamos (casi) seguros de la falta de sensibilidad de una almeja o un limonero.
Misión imposible, dada la estructura de la vida, que obliga a una lucha constante por la supervivencia. ¿Cómo evitar el sufrimiento del animal cruelmente cazado al tiempo que el hambre atroz que motiva al cazador? Procuraré no extender la analogía al sufrimiento del pobrecito explotador que se arruinaría si no explotara a otros...
Reconocer esta imposibilidad, dada la contradicción entre la "empatía total" y los sufrimientos inevitables, no debe llevarnos a un nihilismo que derrumbe nuestra capacidad de amar, sino a un compromiso razonable, basado en el conocimiento y el reconocimiento de la naturaleza, llevándonos a una "conciencia planetaria", nuevamente inclusiva de la "conciencia de especie", porque de igual modo que la lucha de clases conduce a esta última, la búsqueda de la supervivencia debe llevarnos hasta el cultivo del ecosistema total, nuestro huerto planetario.
¿Socialismo, comunismo? SÍ. ¿Ecologismo? SÍ. ¿Ecosocialismo entonces? Pues... todo junto, a sabiendas de que nunca conducirán a una armonía absoluta.
Evitar en lo posible el sufrimiento innecesario de los seres humanos, de los animales y el estrés de ese huerto es la meta nunca del todo alcanzable de una ética en permanente construcción.
Imagen promocional de Fuerza mayor (2015) |
Dos ferrys llenos de gente navegan a la deriva. Están cargados de explosivos; el malvado Joker de El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008) así lo ha querido —aunque sus motivaciones últimas, más allá de la maldad innata, siempre son difusas—. Cada barco cuenta con un detonador, pero, ¡sorpresa!, ambos se corresponden con la carga explosiva del otro ferry. Las maquiavélicas alternativas son las siguientes: si en media hora uno de los barcos no detona al otro —terminando así con la vida de sus desdichados pasajeros—, ambos explotarán. Pregunta: ¿están los pasajeros de cada barco legitimados moralmente para salvar su vida a costa de la de los individuos del otro?
Ejemplos como este —vinculados con el dilema del prisionero— abundan, y podríamos entretenernos más de lo debido narrándolos tal y como hacen, de una forma un tanto turbia, muchos filósofos morales. En su lugar, para no andarme con medias tintas, reconoceré desde ya que, en mi opinión, nadie puede solicitar en su sano juicio que otra persona sacrifique su vida en base a la ética. Por muy heavy que sea el caso, incluso aunque el mismísimo planeta se vaya al carajo, no creo que nadie tenga la obligación moral de terminar con su vida. Estimo que esto fricciona con lo absurdo.
Si se me permite la digresión, a este respecto recomiendo la película sueca Fuerza mayor (Ruben Östlund, 2014). En ella se narra cómo, mientras una familia come en un restaurante de los Alpes (están de vacaciones de esquí), se produce una avalancha. Todo apunta a que la nieve llegará trágicamente al local y es por ello que, asustada, la madre pide ayuda a su marido para resguardar a sus hijos. Pero es demasiado tarde, el padre ha escapado corriendo para salvarse él solito. En un giro cómico maravilloso, la avalancha se detiene antes de la tragedia. Moralmente, ¿en qué lugar ha quedado el padre?
Considero un sinsentido reclamar el sacrificio por razones morales. No se me pida una justificación ulterior, pero así lo considero. Otra cosa distinta es que alguien, la madre de la película, yo mismo o quien sea, decida hacerlo, por ejemplo, siguiendo un dictado emocional. El asunto es que puedo tomar la decisión de sacrificarme (imaginen: prefiero morir yo a cambio de salvar a este ser querido), pero, desde luego, no en aras de respetar ninguna tesis de índole moral (porque crea que es mi deber).
Al mismo tiempo, también creo que el razonamiento moral nos conduce irremediablemente a una situación que reclama este sacrificio. Motivo por el cual, concluiré —cobijo la esperanza que se lea el texto hasta el final antes de extraer conclusiones sobre mi salud mental— que el discurso ético queda ante esto deslegitimado. El modus operandi funciona aproximadamente como una reducción al absurdo.
Intentaré explicarme. Atendamos a las dos preguntas fundamentales de la ética. La primera, «¿Qué es lo valioso?», es el pilar de la axiología, mientras que la segunda, «¿Qué es lo correcto?», de la teoría normativa.
En lo que atañe a la primera, estimo que toda discusión honesta y racional desembocará en el siguiente corolario: lo valioso de la vida, el summun bonum, reposa sobre los hombros de las distintas experiencias positivas que un sujeto puede tener. Cuando hablo de experiencias positivas, aguardo que se entienda en un sentido amplio. El placer físico aportado por el sexo, la comida o el descanso es una experiencia positiva. Pero, como remarcó John Stuart Mill, también lo es el placer intelectual de leer, de apreciar una obra de arte o de demostrar un teorema matemático. Tampoco deberíamos dejar fuera ciertos placeres más difíciles de inventariar, como el de ver crecer a un hijo, el de ayudar a los demás o, simplemente, el de estar alegre observando cómo otros lo están.
¿Por qué hacemos lo que hacemos en la vida? Pues porque, a la postre, nos aporta alguna experiencia positiva. ¿Quieres conocer gente? Placer. ¿Tener un buen trabajo? Indirectamente, por el goce que proporcionarán sus frutos. ¿Escribir un artículo? Pues eso. ¿Viajar? Más de lo mismo. Si alguien nos diera a elegir entre convertirnos en una piedra o continuar con nuestra vida, presumo que la mayoría de quienes están leyendo se decantarían por seguir siendo como son. ¿El motivo? En su vida predominan las experiencias positivas. En cambio, alguien que está siendo torturado y que sabe que el futuro no le deparará otro sino, probablemente elegiría tornar en una piedra sin conciencia, ni de las experiencias positivas ni de las negativas. En definitiva, todo lo relevante de la vida puede ser reducido al binomio experiencia positiva (el bien, lo valioso)–experiencia negativa (lo malo, lo disvalioso).
Pero, ¿acaso no vemos por doquier conductas que, al menos en apariencia, violan esta regla? Al fin y al cabo, hay gente a la que le gusta el sadomasoquismo. Mucha otra se sacrifica constantemente por los demás, aunque ello repercuta (muy) negativamente en su propia vida. Piénsese en una madre que, por el bienestar de su hija, decide pasar por mil y una penurias de toda índole. ¿Qué decir ante estos casos? En lo básico, que son una arista más de la anterior tesis. La gente que practica sadomasoquismo no lo hace porque le aporte en última instancia un dolor, sino, precisamente, porque ese dolor, en última instancia, le da placer. Por otra parte, la madre que se sacrifica lo hace por algo semejante: estima que ciertas experiencias negativas son compensadas por la experiencia positiva de ver crecer feliz a su prole. Así pues, insisto, no hay excepciones.
La otra gran cuestión de la ética se encuentra en simbiosis con lo anterior. ¿Qué es lo correcto? ¿Cuál es nuestro deber? Pues fomentar las experiencias positivas y minimizar las negativas. Por consiguiente, pegarle una patada a un inocente que camina tranquilamente por la calle es moralmente incorrecto puesto que las patadas duelen. Ojo, no lo es porque esté penado legalmente, ya que la ley, se supone, es un pacto posterior a los valores morales. Tampoco lo es por mera convención arbitraria, dado que todos los posibles testigos del acto despreciarían igualmente la conducta del agresor. También es indiferente, en suma, el color de la piel, la orientación sexual, el sexo, la profesión, el nivel de inteligencia, el aspecto físico general o las capacidades cognitivas y lingüísticas. Pegar patadas está mal porque propicia experiencias negativas.
Llegados a este punto el quid estriba en quiénes son susceptibles de ser afectados ora positiva ora negativamente por los actos de los demás. La respuesta, a todas luces, es que muchos animales lo son; quizás, asimismo, algunas formas de vida extraterrestre o, tal vez, en el futuro, una hipotética IA. Sea como sea, hasta donde sabemos (remito a la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia), hoy por hoy solamente los animales somos seres sintientes. Aunque no ignoro que hay un boyante campo de investigación que solicita cierto escepticismo sobre los vegetales, los factores asociados a la estructura neurofisiológica (posesión de sistemas nerviosos), a la lógica evolutiva (asociación entre sintiencia y locomoción) y a la conducta, desechan hasta cierto punto tal solicitud.
Ahora, ¿qué animales son sintientes? ¿Hasta dónde llegan las fronteras de la conciencia? ¿Los confines de la posesión de experiencias positivas y negativas? El camino filogenético, junto con los factores antedichos, ofrece algunas pistas, pero los límites son difusos. Si bien es cierto que no podemos lograr una certeza cartesiana incuestionable, hay sólidas razones para admitir que los otros humanos son sintientes. También los mamíferos, las aves, los peces y, en general, todos los vertebrados (salvo en casos excepcionales, como un coma irreversible). Pocos científicos ponen en cuestión esto. Pero, ¿qué pasa con los invertebrados? La respuesta no es baladí a la vista de que son la abrumadora mayoría de los animales del planeta. ¿Son sintientes? Depende.
Varios estudios (cito algunos en mi artículo «The suffering of invertebrates») sugieren que es probable que la sintiencia esté presente también en algunos invertebrados. Al menos, en cefalópodos y artrópodos, dentro de los cuáles se incluyen insectos, arácnidos o crustáceos. ¿Y los bivalvos? Aquí la cosa se pone más delicada y exige andar con pies de plomo. Resumidamente, no está claro. Hay potentes argumentos tanto para creer que un mejillón sí que siente algo, como para negarle esta capacidad. En cualquier caso, por aquí anda la frontera de la sintiencia. Más allá, en el terreno de otros invertebrados más simples, como los cnidarios (medusas o pólipos), parece estar más claro —aunque reitero que esto no es una certeza— que no hay ningún tipo de procesamiento consciente de experiencias.
Una vez trazado el ámbito de la sintiencia, las consecuencias con las que hay que bregar no se hacen esperar. Es incorrecto propinarle una patada a alguien que pasea por la calle al margen de su edad, de su aspecto físico, de sus capacidades intelectuales o, importante, de su especie. Si a un perro, a una paloma o a un salmón les duelen las patadas, es incorrecto dárselas. Como todos sabemos, muchos pensadores animalistas —antiespecistas— han subrayado este hecho y han demandado, en consecuencia, la adopción de un estilo de vida vegano.
Desgraciadamente, el sufrimiento humano o, lo que es lo mismo, aunque más general, el sufrimiento animal, no se ciñe a la industria de explotación animal o a los conflictos bélicos entre humanos. Todos nosotros —los animales— somos el fruto de un proceso evolutivo que maximiza los rasgos valiosos para la reproducción, con indiferencia del tipo de vidas que eso acarree. Como lo acuñó el biólogo Richard Dawkins, el relojero ciego de la selección natural ha fomentado, así, unas dinámicas extremadamente dolorosas en la naturaleza.
Si nos ponemos realistas, el mundo es un lugar monstruoso en el que predomina el sufrimiento sobre el bienestar (so pena de pecar de soberbia, remito a otro artículo mío en donde ahondo en esta tesis: «The overwhelming prevalence of suffering in nature»). Los animales sintientes, insectos inclusive, sufren condiciones climáticas adversas, enfermedades, depredación, lesiones de lo más variopintas, emociones negativas como el miedo, estrés o una selección reproductiva que implica que nazcan muchos más individuos de una especie de los que sobrevivirán —la llamada estrategia reproductiva r—.
Aunque algunos, como el británico David Pearce, hayan puesto el acento sobre la posibilidad de que una futura singularidad tecnológica permitirá revertir el predominio del sufrimiento, la verdad es que tal cosa parece inverosímil. Conllevaría rediseñar una dinámica incrustada en las mismísimas leyes de la naturaleza, en las entrañas de nuestra realidad. No obstante, tal y como la he perfilado, una ética coherente demanda afrontar de raíz el gran reto, que no es otro que la prevalencia de las experiencias negativas sobre las positivas. A su vera, cualquier otra diatriba moral palidece.
Dado que el desarrollo tecnológico futuro no semeja una solución viable, ¿qué opciones nos quedan? Hay quien llama la atención sobre la necesidad de aumentar las intervenciones en la naturaleza para reducir el sufrimiento. Esto ya se hace en ocasiones, como cuando, después de alguna tragedia del tipo de incendios o inundaciones, se ayuda tanto a animales como a humanos. La reclamación es que estas ayudas a los seres sintientes no se circunscriban a situaciones puntuales, sino que sean permanentes. Sin duda, siempre y cuando no aumenten colateralmente el sufrimiento, estas intervenciones resultan moralmente loables (por lo menos para mi gusto). Ahora bien, no se puede perder de vista su condición de parche. Ayudar a un ciervo que se ha caído a un pozo, o que tiene una pata rota, no evitará que, dada la dinámica natural, muchos ciervos sean depredados de formas espantosas por lobos que sufren lo indecible por el hambre.
La única salida coherente al gran reto de la ética es la extincionista. Terminar con toda vida sintiente de una forma indolora, lo más instantáneamente posible, se presenta de esta guisa como la demanda medular de la ética. Puesto que la naturaleza connatural a la vida conlleva una prevalencia del sufrimiento, solo resta terminar con la vida y retornar el planeta a su condición previa de astro libre de conciencia. Este, creo, es el incómodo e ineludible corolario al que nos arrastra el razonamiento moral. Y, pese a todo, como dije al principio, se me antoja una conclusión absurda.
¿Cómo conciliar ambas posiciones? De una parte, la ética no puede demandar el propio sacrificio pero, de la otra, la ética de hecho demanda la extinción de la dinámica de la naturaleza. Estoy convencido de ambos cuernos del dilema, por lo que no me queda otra que renunciar al mismo razonamiento moral y acatar, con Nietzsche, que Dios (el Bien, el Sentido…) ha muerto. Que la ética es un discurso útil para ciertos propósitos persuasivos, pero absurdo en su esencia.
La extinción no de los seres sintientes, sino de la ética, no debiera ser motivo de preocupación. Bien visto, la ética, así como la filosofía moral en general, siempre ha sido trivial fuera de las lindes de la academia. Prácticamente nadie ha leído a Kant, ni a Stuart Mill ni al mismo Nietzsche. Al ciudadano común le tiran de un pie el imperativo categórico, el utilitarismo o el nihilismo moral. Estas ideas nunca han guiado su conducta. En consecuencia, el reconocimiento del carácter vacuo de la ética, creo, no conducirá a una sociedad apocalíptica como la descrita en Mad Max. Todo seguirá igual, podemos estar tranquilos.