viernes, 23 de mayo de 2025

Una ética en permanente construcción

Somos seres inevitable, irremediablemente sociales, pero todos nuestros comportamientos están sometidos a decisiones individuales. Hacer posible la sociedad, y en definitiva la supervivencia, ha obligado a establecer normativas, apoyadas siempre en valores cambiantes socialmente compartidos.

Esta obligada regulación social de los comportamientos individuales, la pugna entre el yo autárquico y sus problemáticas relaciones con otros, hace necesario establecer obligaciones y prohibiciones, codificadas en las normas morales propias del grupo. Superar este carácter grupal y exclusivo es el fundamento de la ética.

Etimológicamente, moral deriva de "mos", costumbre, ética de "ethos", que alude al carácter distintivo de la persona o la comunidad, el conjunto de rasgos y comportamientos que lo conforman. El origen de las palabras matiza el significado. Mientras los especulativos griegos indagaban en la personalidad, a los pragmáticos romanos les importaba sobre todo el mantenimiento del orden tradicional.

De ahí que la ética y la moral sean conceptos estrechamente relacionados, pero no idénticos. La moral se refiere a las normas y costumbres que una sociedad considera correctas e incorrectas. La ética, por otro lado, es una reflexión más profunda sobre esas normas y valores, buscando justificar racionalmente las decisiones morales.

La preocupación ética busca superar y mejorar los contenidos morales propios de cada grupo y los compromisos individuales, muchas veces contradictorios entre sí, a la procura de una moral universal aplicable a todos y en todos los casos.

Difícil empeño, porque esa búsqueda la condicionan intereses, valores, ideas de lo que es deseable y "natural" en cada cultura. El devenir histórico va planteando nuevos problemas y por eso la ética no constituye un cuerpo de doctrina establecido para siempre. No existe una ética fuera de su aplicación, que aunque pueda ser compartida pasa siempre por el comportamiento individual. Se impone pues analizar qué experiencias lo condicionan. Las hay positivas y negativas, y el balance entre ellas lo determina.

Las experiencias negativas producen dolor, amplio conjunto de síntomas que van del sufrimiento físico al padecimiento moral debido a la conciencia del mal comportamiento o a la impotencia, percibida como culpable aunque solo sea por falta de animo o de capacidad. Cuando predominan de modo absoluto pueden llevar a desear la muerte.

Las experiencias positivas producen placer, considerando que este no solo incluye el físico producido por el sexo, la comida o el descanso, sino también placeres intelectuales: leer, disfrutar la belleza, crear... Y uno muy importante: el basado en la empatía, el placer de ayudar o proteger a quienes entendemos como semejantes.

La empatía es la capacidad que tiene una persona de comprender las emociones y los sentimientos de los demás, basada en el reconocimiento del otro como semejante, es decir, como un individuo similar con mente propia. Por eso es vital para la vida social. Pero no basta con comprender para practicar; para eso hay que experimentar sentimientos de afecto que lleven a implicarse en lo que afecta a otros.

La pulsión para actuar o inhibirse la decide un juego de fuerzas basadas en esas experiencias positivas y negativas. Influye en el balance el predominio en la conciencia de lo vivido como cercano; por eso se habla del amor al prójimo, al próximo, que hace pasar otros afectos a un segundo o tercer plano. Lo inmediato eclipsa a lo mediato. Tiene su lógica, porque somos más capaces de cuidar a un animal doméstico que de ayudar a un niño del tercer mundo.

La perspectiva que va de lo próximo a lo lejano varía para cada persona. Algunos alejan rápidamente lo que no les afecta, otros extienden su afectividad a zonas más remotas. Los casos extremos van del psicópata que solo se ama a sí mismo (en realidad se trataría de un completo autista) al que consideraría como semejantes a seres incluso inanimados. Hay religiones orientales que llevan a sus creyentes a mirar constantemente al suelo para no pisar a una hormiguita (yo mismo evito instintivamente pisar esa hierba que crece entre los adoquines de los alcorques...).

Fuera del perfecto autista, las extensiones del yo incluyen objetos, personas y experiencias que consideramos componentes de nuestra propia identidad. Siempre incluyen al grupo social, familia y comunidad cercana, extensible a otras comunidades múltiples a que se pertenece (lingüística, religiosa, cultural, política, ideológica y especialmente, aunque a veces enmascarada por la otras, la clase social).

Cuando se superan estas máscaras, la clase social emerge como la comunidad más abarcadora. La clase dominante no va más allá, pero a los oprimidos por ella la búsqueda de soluciones los lleva a plantearse que la humanidad en su conjunto es "su" verdadera pertenencia. La comunidad humana es sobre todo una comunidad de posible y deseable comunicación. La "conciencia de especie" puede superar, incluyéndola, a la "conciencia de clase".

Pero como la afectividad puede ir más lejos, ¿por qué no incluir a mi mascota, a aquellos animales con los que de algún modo puedo extender la comunicación? ¿Puede mi empatía alcanzar a los animales en su conjunto, a los seres con los que comparto la "sintiencia"?

Esta capacidad compartida de "sentir" tiene límites difusos. No podemos saber como "siente" un pulpo, (ese gracioso animal de compañía) y estamos (casi) seguros de la falta de sensibilidad de una almeja o un limonero.

Misión imposible, dada la estructura de la vida, que obliga a una lucha constante por la supervivencia. ¿Cómo evitar el sufrimiento del animal cruelmente cazado al tiempo que el hambre atroz que motiva al cazador? Procuraré no extender la analogía al sufrimiento del pobrecito explotador que se arruinaría si no explotara a otros...

Reconocer esta imposibilidad, dada la contradicción entre la "empatía total" y los sufrimientos inevitables, no debe llevarnos a un nihilismo que derrumbe nuestra capacidad de amar, sino a un compromiso razonable, basado en el conocimiento y el reconocimiento de la naturaleza, llevándonos a una "conciencia planetaria", nuevamente inclusiva de la "conciencia de especie", porque de igual modo que la lucha de clases conduce a esta última, la búsqueda de la supervivencia debe llevarnos hasta el cultivo del ecosistema total, nuestro huerto planetario.

¿Socialismo, comunismo? SÍ. ¿Ecologismo? SÍ. ¿Ecosocialismo entonces? Pues... todo junto, a sabiendas de que nunca conducirán a una armonía absoluta.

Evitar en lo posible el sufrimiento innecesario de los seres humanos, de los animales y el estrés de ese huerto es la meta nunca del todo alcanzable de una ética en permanente construcción.

De la ética a la extinción

Imagen promocional de Fuerza mayor (2015)










Dos ferrys llenos de gente navegan a la deriva. Están cargados de explosivos; el malvado Joker de El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008) así lo ha querido —aunque sus motivaciones últimas, más allá de la maldad innata, siempre son difusas—. Cada barco cuenta con un detonador, pero, ¡sorpresa!, ambos se corresponden con la carga explosiva del otro ferry. Las maquiavélicas alternativas son las siguientes: si en media hora uno de los barcos no detona al otro —terminando así con la vida de sus desdichados pasajeros—, ambos explotarán. Pregunta: ¿están los pasajeros de cada barco legitimados moralmente para salvar su vida a costa de la de los individuos del otro?

Ejemplos como este —vinculados con el dilema del prisionero— abundan, y podríamos entretenernos más de lo debido narrándolos tal y como hacen, de una forma un tanto turbia, muchos filósofos morales. En su lugar, para no andarme con medias tintas, reconoceré desde ya que, en mi opinión, nadie puede solicitar en su sano juicio que otra persona sacrifique su vida en base a la ética. Por muy heavy que sea el caso, incluso aunque el mismísimo planeta se vaya al carajo, no creo que nadie tenga la obligación moral de terminar con su vida. Estimo que esto fricciona con lo absurdo.

Si se me permite la digresión, a este respecto recomiendo la película sueca Fuerza mayor (Ruben Östlund, 2014). En ella se narra cómo, mientras una familia come en un restaurante de los Alpes (están de vacaciones de esquí), se produce una avalancha. Todo apunta a que la nieve llegará trágicamente al local y es por ello que, asustada, la madre pide ayuda a su marido para resguardar a sus hijos. Pero es demasiado tarde, el padre ha escapado corriendo para salvarse él solito. En un giro cómico maravilloso, la avalancha se detiene antes de la tragedia. Moralmente, ¿en qué lugar ha quedado el padre?

Considero un sinsentido reclamar el sacrificio por razones morales. No se me pida una justificación ulterior, pero así lo considero. Otra cosa distinta es que alguien, la madre de la película, yo mismo o quien sea, decida hacerlo, por ejemplo, siguiendo un dictado emocional. El asunto es que puedo tomar la decisión de sacrificarme (imaginen: prefiero morir yo a cambio de salvar a este ser querido), pero, desde luego, no en aras de respetar ninguna tesis de índole moral (porque crea que es mi deber).

Al mismo tiempo, también creo que el razonamiento moral nos conduce irremediablemente a una situación que reclama este sacrificio. Motivo por el cual, concluiré —cobijo la esperanza que se lea el texto hasta el final antes de extraer conclusiones sobre mi salud mental— que el discurso ético queda ante esto deslegitimado. El modus operandi funciona aproximadamente como una reducción al absurdo.

Intentaré explicarme. Atendamos a las dos preguntas fundamentales de la ética. La primera, «¿Qué es lo valioso?», es el pilar de la axiología, mientras que la segunda, «¿Qué es lo correcto?», de la teoría normativa.

En lo que atañe a la primera, estimo que toda discusión honesta y racional desembocará en el siguiente corolario: lo valioso de la vida, el summun bonum, reposa sobre los hombros de las distintas experiencias positivas que un sujeto puede tener. Cuando hablo de experiencias positivas, aguardo que se entienda en un sentido amplio. El placer físico aportado por el sexo, la comida o el descanso es una experiencia positiva. Pero, como remarcó John Stuart Mill, también lo es el placer intelectual de leer, de apreciar una obra de arte o de demostrar un teorema matemático. Tampoco deberíamos dejar fuera ciertos placeres más difíciles de inventariar, como el de ver crecer a un hijo, el de ayudar a los demás o, simplemente, el de estar alegre observando cómo otros lo están.

¿Por qué hacemos lo que hacemos en la vida? Pues porque, a la postre, nos aporta alguna experiencia positiva. ¿Quieres conocer gente? Placer. ¿Tener un buen trabajo? Indirectamente, por el goce que proporcionarán sus frutos. ¿Escribir un artículo? Pues eso. ¿Viajar? Más de lo mismo. Si alguien nos diera a elegir entre convertirnos en una piedra o continuar con nuestra vida, presumo que la mayoría de quienes están leyendo se decantarían por seguir siendo como son. ¿El motivo? En su vida predominan las experiencias positivas. En cambio, alguien que está siendo torturado y que sabe que el futuro no le deparará otro sino, probablemente elegiría tornar en una piedra sin conciencia, ni de las experiencias positivas ni de las negativas. En definitiva, todo lo relevante de la vida puede ser reducido al binomio experiencia positiva (el bien, lo valioso)–experiencia negativa (lo malo, lo disvalioso).

Pero, ¿acaso no vemos por doquier conductas que, al menos en apariencia, violan esta regla? Al fin y al cabo, hay gente a la que le gusta el sadomasoquismo. Mucha otra se sacrifica constantemente por los demás, aunque ello repercuta (muy) negativamente en su propia vida. Piénsese en una madre que, por el bienestar de su hija, decide pasar por mil y una penurias de toda índole. ¿Qué decir ante estos casos? En lo básico, que son una arista más de la anterior tesis. La gente que practica sadomasoquismo no lo hace porque le aporte en última instancia un dolor, sino, precisamente, porque ese dolor, en última instancia, le da placer. Por otra parte, la madre que se sacrifica lo hace por algo semejante: estima que ciertas experiencias negativas son compensadas por la experiencia positiva de ver crecer feliz a su prole. Así pues, insisto, no hay excepciones.

La otra gran cuestión de la ética se encuentra en simbiosis con lo anterior. ¿Qué es lo correcto? ¿Cuál es nuestro deber? Pues fomentar las experiencias positivas y minimizar las negativas. Por consiguiente, pegarle una patada a un inocente que camina tranquilamente por la calle es moralmente incorrecto puesto que las patadas duelen. Ojo, no lo es porque esté penado legalmente, ya que la ley, se supone, es un pacto posterior a los valores morales. Tampoco lo es por mera convención arbitraria, dado que todos los posibles testigos del acto despreciarían igualmente la conducta del agresor. También es indiferente, en suma, el color de la piel, la orientación sexual, el sexo, la profesión, el nivel de inteligencia, el aspecto físico general o las capacidades cognitivas y lingüísticas. Pegar patadas está mal porque propicia experiencias negativas.

Llegados a este punto el quid estriba en quiénes son susceptibles de ser afectados ora positiva ora negativamente por los actos de los demás. La respuesta, a todas luces, es que muchos animales lo son; quizás, asimismo, algunas formas de vida extraterrestre o, tal vez, en el futuro, una hipotética IA. Sea como sea, hasta donde sabemos (remito a la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia), hoy por hoy solamente los animales somos seres sintientes. Aunque no ignoro que hay un boyante campo de investigación que solicita cierto escepticismo sobre los vegetales, los factores asociados a la estructura neurofisiológica (posesión de sistemas nerviosos), a la lógica evolutiva (asociación entre sintiencia y locomoción) y a la conducta, desechan hasta cierto punto tal solicitud.

Ahora, ¿qué animales son sintientes? ¿Hasta dónde llegan las fronteras de la conciencia? ¿Los confines de la posesión de experiencias positivas y negativas? El camino filogenético, junto con los factores antedichos, ofrece algunas pistas, pero los límites son difusos. Si bien es cierto que no podemos lograr una certeza cartesiana incuestionable, hay sólidas razones para admitir que los otros humanos son sintientes. También los mamíferos, las aves, los peces y, en general, todos los vertebrados (salvo en casos excepcionales, como un coma irreversible). Pocos científicos ponen en cuestión esto. Pero, ¿qué pasa con los invertebrados? La respuesta no es baladí a la vista de que son la abrumadora mayoría de los animales del planeta. ¿Son sintientes? Depende.

Varios estudios (cito algunos en mi artículo «The suffering of invertebrates») sugieren que es probable que la sintiencia esté presente también en algunos invertebrados. Al menos, en cefalópodos y artrópodos, dentro de los cuáles se incluyen insectos, arácnidos o crustáceos. ¿Y los bivalvos? Aquí la cosa se pone más delicada y exige andar con pies de plomo. Resumidamente, no está claro. Hay potentes argumentos tanto para creer que un mejillón sí que siente algo, como para negarle esta capacidad. En cualquier caso, por aquí anda la frontera de la sintiencia. Más allá, en el terreno de otros invertebrados más simples, como los cnidarios (medusas o pólipos), parece estar más claro —aunque reitero que esto no es una certeza— que no hay ningún tipo de procesamiento consciente de experiencias.

Una vez trazado el ámbito de la sintiencia, las consecuencias con las que hay que bregar no se hacen esperar. Es incorrecto propinarle una patada a alguien que pasea por la calle al margen de su edad, de su aspecto físico, de sus capacidades intelectuales o, importante, de su especie. Si a un perro, a una paloma o a un salmón les duelen las patadas, es incorrecto dárselas. Como todos sabemos, muchos pensadores animalistas —antiespecistas— han subrayado este hecho y han demandado, en consecuencia, la adopción de un estilo de vida vegano.

Desgraciadamente, el sufrimiento humano o, lo que es lo mismo, aunque más general, el sufrimiento animal, no se ciñe a la industria de explotación animal o a los conflictos bélicos entre humanos. Todos nosotros —los animales— somos el fruto de un proceso evolutivo que maximiza los rasgos valiosos para la reproducción, con indiferencia del tipo de vidas que eso acarree. Como lo acuñó el biólogo Richard Dawkins, el relojero ciego de la selección natural ha fomentado, así, unas dinámicas extremadamente dolorosas en la naturaleza.

Si nos ponemos realistas, el mundo es un lugar monstruoso en el que predomina el sufrimiento sobre el bienestar (so pena de pecar de soberbia, remito a otro artículo mío en donde ahondo en esta tesis: «The overwhelming prevalence of suffering in nature»). Los animales sintientes, insectos inclusive, sufren condiciones climáticas adversas, enfermedades, depredación, lesiones de lo más variopintas, emociones negativas como el miedo, estrés o una selección reproductiva que implica que nazcan muchos más individuos de una especie de los que sobrevivirán —la llamada estrategia reproductiva r—.

Aunque algunos, como el británico David Pearce, hayan puesto el acento sobre la posibilidad de que una futura singularidad tecnológica permitirá revertir el predominio del sufrimiento, la verdad es que tal cosa parece inverosímil. Conllevaría rediseñar una dinámica incrustada en las mismísimas leyes de la naturaleza, en las entrañas de nuestra realidad. No obstante, tal y como la he perfilado, una ética coherente demanda afrontar de raíz el gran reto, que no es otro que la prevalencia de las experiencias negativas sobre las positivas. A su vera, cualquier otra diatriba moral palidece.

Dado que el desarrollo tecnológico futuro no semeja una solución viable, ¿qué opciones nos quedan? Hay quien llama la atención sobre la necesidad de aumentar las intervenciones en la naturaleza para reducir el sufrimiento. Esto ya se hace en ocasiones, como cuando, después de alguna tragedia del tipo de incendios o inundaciones, se ayuda tanto a animales como a humanos. La reclamación es que estas ayudas a los seres sintientes no se circunscriban a situaciones puntuales, sino que sean permanentes. Sin duda, siempre y cuando no aumenten colateralmente el sufrimiento, estas intervenciones resultan moralmente loables (por lo menos para mi gusto). Ahora bien, no se puede perder de vista su condición de parche. Ayudar a un ciervo que se ha caído a un pozo, o que tiene una pata rota, no evitará que, dada la dinámica natural, muchos ciervos sean depredados de formas espantosas por lobos que sufren lo indecible por el hambre.

La única salida coherente al gran reto de la ética es la extincionista. Terminar con toda vida sintiente de una forma indolora, lo más instantáneamente posible, se presenta de esta guisa como la demanda medular de la ética. Puesto que la naturaleza connatural a la vida conlleva una prevalencia del sufrimiento, solo resta terminar con la vida y retornar el planeta a su condición previa de astro libre de conciencia. Este, creo, es el incómodo e ineludible corolario al que nos arrastra el razonamiento moral. Y, pese a todo, como dije al principio, se me antoja una conclusión absurda.

¿Cómo conciliar ambas posiciones? De una parte, la ética no puede demandar el propio sacrificio pero, de la otra, la ética de hecho demanda la extinción de la dinámica de la naturaleza. Estoy convencido de ambos cuernos del dilema, por lo que no me queda otra que renunciar al mismo razonamiento moral y acatar, con Nietzsche, que Dios (el Bien, el Sentido…) ha muerto. Que la ética es un discurso útil para ciertos propósitos persuasivos, pero absurdo en su esencia.

La extinción no de los seres sintientes, sino de la ética, no debiera ser motivo de preocupación. Bien visto, la ética, así como la filosofía moral en general, siempre ha sido trivial fuera de las lindes de la academia. Prácticamente nadie ha leído a Kant, ni a Stuart Mill ni al mismo Nietzsche. Al ciudadano común le tiran de un pie el imperativo categórico, el utilitarismo o el nihilismo moral. Estas ideas nunca han guiado su conducta. En consecuencia, el reconocimiento del carácter vacuo de la ética, creo, no conducirá a una sociedad apocalíptica como la descrita en Mad Max. Todo seguirá igual, podemos estar tranquilos.

domingo, 18 de mayo de 2025

Nestor Kohan en la Semana de Filosofía

Filosofía y Nihilismo fue el tema elegido para la XLI edición de la Semana Galega de Filosofía. Elección oportuna, ahora que el término está "de moda", dicho sea con la trivialidad, propia de este tiempo de espera, que la expresión transmite. Si "nihil" significa algo objetivo, la negación del ser, el nihilismo sugiere cierta adhesión, cierto apego a la nada. Afección contradictoria porque implica la consideración de la "nada" como "algo" a lo que agarrarse.

Se utiliza el nihilismo teórico de los filósofos para justificar el nihilismo práctico de hoy día. Perezoso respaldo del nihilismo político suicida, muy alejado de lo que fue el nihilismo político ruso que rechazaba a los valores tradicionales, defendía al individuo libre y buscaba un cambio social y político a través de la crítica y el cuestionamiento de la autoridad.

Dostoyevski no era nihilista. De hecho, sus obras buscan contrarrestar la filosofía nihilista que consideraba una enfermedad del alma destructiva tanto del individuo como de la sociedad. Sus personajes, como Iván Karamazov en "Los Hermanos Karamazov", exploran las consecuencias de la falta de fe y valores absolutos, mostrando cómo la creencia en "si Dios no existe, todo está permitido" puede conducir a la violencia y el caos.

El nihilismo hunde sus raíces filosóficas muy atrás. La filosofía surge al dejar a un lado los mitos religiosos y plantearse explicaciones distintas para lo desconocido. Es la duda su base, y lo primero es limpiar las creencias del miedo y la sumisión a los dioses. Cuando triunfan las religiones monoteístas, la base moral de la sociedad se apoya en la voluntad divina. El bien y el mal lo son porque Dios así lo quiere. Sin esa barrera todo estaría permitido. Débil barrera, como demuestra la experiencia de tantas atrocidades supuestamente ordenadas por ese Dios.

Los epicúreos enseñaron a perder el miedo a dioses caprichosos. Borrar la pizarra era el primer paso. Una vez liberados de ataduras religiosas, los filósofos enseñaron a dudar. Platón, a dudar de sombras que no eran reales. Sócrates partió de reconocer que no sabía nada. Era una forma de nihilismo como punto de partida para construir algo más sólido.

Pero el triunfo del cristianismo vuelve a anclar el pensamiento libre en la voluntad de Dios. Nuevas interpretaciones de la filosofía anterior reconducen a él.

Descartes, con su duda metódica, vuelve a revisar las creencias ciegas. Poco a poco la episteme va ganando terreno a la doxa, hasta que Nietzsche lanza su "Dios ha muerto", metáfora que expresa la crisis de la fe religiosa y la pérdida de los valores morales tradicionales que la sociedad occidental había construido sobre la base de la religión.

Esta desnudez de valores siempre existió en los círculos del poder. El miedo a los poderosos acompañaba al miedo a la condenación eterna. Pero nunca como hoy la religión es una cáscara vacía, una costumbre más o menos folclórica. De los que todavía se dicen católicos, ¿cuántos no reinterpretan a su medida los dogmas y las normas? Los seis días de la creación, la existencia misma del infierno "como lugar físico", la transubstanciación, etc, etc. son explicados como imágenes de contenido impreciso, acomodable a la voluntad de cada uno.

El nihilismo de hoy es sobre todo manga ancha que cabe dentro de la religión verdadera del liberalismo económico y su único Dios verdadero.

Pero si interpretamos el concepto como un punto de llegada que borra creencias falsas, podemos convertirlo en punto de partida para un saber que sustituya la vieja moral religiosa por una ética basada en el conocimiento de la realidad.

Entre las conferencias de la Semana la de Néstor Kohan me interesó especialmente. Ya ha sido publicada aquí y aquí, pero hacerlo de nuevo me permite recomendar su largo desarrollo, que incluye el coloquio que la siguió y que dio al conferenciante ocasión para desarrollar una idea fundamental.

Se trata de establecer una dicotomía en el pensamiento filosófico, que tiene que ver con el nihilismo interpretado, no como "haz lo que quieras" sino como "borrón y cuenta nueva". Se trata de las dos formas de situarse ante la realidad.

Hay una filosofía que se la plantea como un hecho consumado, con lo que, por activa o por pasiva, se convierte en defensora del statu quo y por consiguiente del sistema que padecemos. Pero la verdadera filosofía no es conformista sino crítica, y tiene que echar por tierra muchas "verdades" falsamente consolidadas que atentan contra nuestro sentido de la justicia y contra la vida misma.

Néstor Kohan (Buenos Aires, 1967) es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigador del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) y el IEALC (Instituto de Investigaciones de América Latina y el Caribe). Profesor de la materia “Filosofía” en la Carrera de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Autor de varias decenas de libros y artículos especializados.

Así presentaba el autor su conferencia:

En las historias convencionales de la filosofía, en los diccionarios y manuales escolares, suelen distinguirse diversas dimensiones o ángulos del “nihilismo”. Habría un nihilismo gnoseológico-epistemológico, uno metafísico, otro ético-moral y finalmente uno existencial. Esas distinciones se presentan cómo tajantes y excluyentes. Habitualmente responden a las materias académicas dedicadas a esta disciplina.

En nuestra exposición sostenemos que a partir del “giro lingüístico”, el postestructuralismo, el posmodernismo, el posmarxismo y sus derivados incurren en una hipóstasis metafísica otorgando a los discursos, el lenguaje y las narrativas el carácter de demiurgo absoluto de toda realidad social. De este modo el nihilismo (acompañado de relativismo, escepticismo extremo y el abandono de todo sentido histórico) se expandió sin límites, contaminando un segmento importante de las ciencias sociales y el pensamiento teórico de nuestros días, pretendiendo deslegitimar cualquier crítica al sistema capitalista actual.

Según la teoría crítica marxista, el nihilismo de las metafísicas “post” confunde groseramente y sin rigor algún relativismo con dialéctica histórica; fragmentando al movimiento popular y esforzándose por neutralizar o directamente cancelar cualquier posible resistencia frente al auge de las nuevas-viejas derechas extremas, contrainsurgentes y neofascistas.

viernes, 16 de mayo de 2025

Algunos culpables tendría el calambrazo

Estábamos avisados. El chispazo precedió al calambrazo que sacudió la península. Este artículo de urgencia lo publicaba Antonio Turiel el día siguiente del susto.

Descartada ya la hipótesis del ciberataque, está claro que el problema fue un desequilibrio en el mix energético, una sobretensión en partes de la red que se desconectaron para evitar daños mayores, cayendo en cascada la que entonces era dominante, la fotovoltaica, inflexible porque depende de la insolación del lugar y el momento. La nuclear también es inflexible y al no poder adaptarse entra en parada de emergencia, y encima en estas condiciones necesita energía para sus sistemas de refrigeración.

Las renovables representaban en aquel momento el 80% de la producción, y las más flexibles, hidroeléctrica y centrales de ciclo combinado, en ese momento representaban una mínima parte de la producción (los ciclos combinados, un 3%).

Denuncia Turiel:

El problema no son los sistemas de generación renovable. El problema es el modelo de implantación de los mismos que han impuesto las grandes empresas, más preocupadas por sus beneficios que del bien común (...) La renovable tiene que ir acompañada de sistemas de estabilizaciónNo hacerlo es una grave irresponsabilidad. Pero, por un tema de ahorrarse costes, es lo que vienen haciendo las grandes compañías desde hace años.

Y añade: 

La razón de que no hubiera centrales de gas de ciclo combinado disponibles para dar estabilidad es que estos días el precio de la electricidad ha sido cero o incluso negativo, y eso ha motivado que los dueños de las centrales las apagaran, dándoles igual la seguridad del sistema.

Y añado yo que, contra lo que algunos creen, Red Eléctrica no es una empresa pública, porque el Estado solo posee el 20% de las acciones. Ya se encargaron de ello gobernantes (¿corruptos?) que ocuparon luego buenos puestos en las grandes empresas del sector.

Post de urgencia: Calambrazo








Queridos lectores:

Ahora que tengo electricidad e internet (y que he terminado de responder a un montón de periodistas, si no me equivoco he concedido 24 entrevistas --y estando afónico), puedo inaugurar la que probablemente será una nueva serie de posts de mi blog, dados los tiempos que corren: los posts de urgencia, suscitados por algún evento de gran calado. Posts cortos, que van al grano de lo esencial de la situación.

En el caso del post de hoy, hablaré sobre el apagón que ha afectado a España, Portugal y el sur de Francia el día 28 de abril de 2025.

El incidente.

A las 12:33 se produjo el incidente. De acuerdo con la información que ha dado el propio Presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en 5 segundos la potencia generada cayó en 15 GW, equivalente al 60% de lo que se estaba produciendo en ese momento. Eso produjo un apagón inmediato en toda la Península Ibérica. Afortunadamente, se mantuvo la generación de aproximadamente 10 GW, y con eso y con la ayuda de las importaciones masivas de electricidad desde Francia y Marruecos fue posible ir restableciendo progresivamente la red, de manera que a primeras horas de la madrugada del día 29 de abril ya se había restablecido el suministro de la mayoría del territorio nacional, aunque la señal eléctrica es todavía en este momento algo inestable. Restaurar los sistemas a un punto similar al anterior llevará varios días aún. Hay sistemas importantes con graves afectaciones, como por ejemplo la red de ferrocarriles. Las centrales nucleares permanecen a esta hora en situación de parada.

Las explicaciones iniciales.

Durante las primeras horas se dieron multitud de explicaciones sobre la causa de este apagón masivo e inédito. Se especuló con que fuera un ciberataque, o que se debiera a un inusual fenómeno atmosférico, o que un incidente en la línea de interconexión con Francia hubiera generado los problemas. Con el paso de las horas fue quedando claro que nada de eso había pasado. En el momento actual, aún no se ha dado una explicación oficial de la causa del problema. Y eso, como es lógico, preocupa a la ciudadanía, que se pregunta si esta situación puede volver a repetirse en algún futuro cercano.

Qué ha pasado.

La red eléctrica estaba mostrando signos de inestabilidad desde por lo menos las 12:00. Hacia las 12:22 la red estuvo ya cerca de caer. En el momento de la caída, a las 12:33, se produce una separación en frecuencia de aproximadamente 0.15 Hz.

En un momento determinado, determinadas subredes no pueden soportar la sobretensión y se desconectan para evitar daños. Eso aumenta el estrés sobre el resto de subredes y al final acaba cayendo una buena parte de la generación fotovoltaica, en cascada. Al mismo tiempo, la nuclear, que también es inflexible, no puede adaptarse y las centrales entran en parada de emergencia, así que ahí se perdieron 2 GW de potencia adicionales.

La situación experimentada no tiene nada de excepcional. Es un problema repetido en Europa desde hace años y que estuvo en el origen de graves incidentes, como el del 8 de enero de 2021.

El problema de fondo es la integración de grandes volúmenes de generación renovable en la red de alta tensión sin acompañarlos de los necesarios (y desde los cambios de normativa de 2022, preceptivos) sistemas de estabilización de la corriente. Es un tema bien conocido y ampliamente discutido.

Mientras la cantidad de energía renovable que se integraba en la red era minoritaria, esto no era un problema, ya que el resto de fuentes presentes en el mix se encargaban de mantener la estabilidad. El problema es que en días como ayer, en el momento del incidente, la energía renovable representaba el 80% del total de energía eléctrica producida.

Los sistemas de generación eólica y fotovoltaica no tienen flexibilidad. Los sistemas tradicionales, al ser inerciales, aportan cierta facilidad inherente para adaptarse a los cambios en la demanda. Pero eso no pasa en la nueva renovable. Tampoco en la nuclear, que no tiene capacidad de reacción, y por eso cae exactamente igual que la renovable.

Por qué ha pasado.

Conviene recalcar aquí que el problema no son los sistemas de generación renovable. El problema es el modelo de implantación de los mismos que han impuesto las grandes empresas, más preocupadas por sus beneficios que del bien común. Es completamente necesario avanzar en la producción de energía eléctrica renovable por múltiples motivos (ambientales, de escasez de combustibles fósiles...), pero no se puede hacer de cualquier manera. Yo uso el símil de un vendedor que te quiere vender un coche sin frenos. ¿Es el coche intrínsecamente peligroso? No, pero no se puede vender sin frenos. Por el mismo motivo, la renovable tiene que ir acompañada de sistemas de estabilización. No hacerlo es una grave irresponsabilidad. Pero, por un tema de ahorrarse costes, es lo que vienen haciendo las grandes compañías desde hace años.

A falta de sistemas de estabilización, la situación de inestabilidad se hubiera podido solventar si, en los primeros signos (hacia las 12:00, quizá antes incluso) se hubiera aumentado la generación de los sistemas despachables rápidos, es decir, hidroeléctrica y ciclos combinados de gas natural. Pero justo en el momento del incidente, los ciclos combinados representaban solo el 3% del total. Insuficiente para absorber las fluctuaciones y para dotar de estabilidad al conjunto. Peor aún, en el momento del incidente muchas centrales de gas de ciclo combinado estaban en parada fría, y se necesitaban horas para reiniciarlas. Por eso mismo, llevó mucho más tiempo recuperar la red eléctrica. La razón de que no hubiera centrales de gas de ciclo combinado disponibles para dar estabilidad es que estos días el precio de la electricidad ha sido cero o incluso negativo, y eso ha motivado que los dueños de las centrales las apagaran, dándoles igual la seguridad del sistema. Es alucinante que algo así pueda pasar, y que el regulador lo permita, pero es así. Por cierto que no es algo nuevo, como explicamos el año pasado.

Por tanto, el problema fundamental ha sido que las empresas han primado sus ganancias a la estabilidad del sistema. Al tiempo, que el regulador no haya podido obligarlas, por la razón que sea, a que estuvieran disponibles. Esto pone en contexto las recientes declaraciones de Pedro Sánchez, apuntando contra los operadores del sistema eléctrico.

¿Va a volver a pasar?

No a corto plazo. Hoy el 40% de la generación se está haciendo con ciclos combinados, mientras se avanza en el restablecimiento total del sistema (por cierto que desde aquí quiero reiterar mi admiración hacia los técnicos de Red Eléctrica Española, que una vez más han hecho un trabajo encomiable, dificilísimo y rara vez reconocido). Resulta también evidente que se está limitando el grado de penetración de las renovables. Las centrales nucleares continúan en situación de parada, lo cual suscita múltiples preguntas por sí mismo.

Por tanto: no, no es previsible un nuevo apagón general en breve plazo. Lo que sí va a pasar es que el precio de la electricidad se va a disparar, por el mayor consumo de gas, que va a llevar a su encarecimiento y por ende al de la electricidad. Y eso por no hablar de los desperfectos que se han causado, algunos de ellos forzosamente de bastante alcance.

¿Qué lecciones hay que sacar?

Que hay que invertir en estabilidad (que es muy cara) y en que se tienen que mantener centrales de respaldo (que son caras y emiten CO2). En el largo plazo, que seguramente habrá que reducir el consumo para ajustarlo a algo sostenible.

¿Se podía haber previsto esto?

Qué quieren que yo les diga.

Por cierto que tenía otra posible portada para este post, pero por pudor he preferido dejarla como chascarrillo final.

jueves, 15 de mayo de 2025

La imposible huida del planeta de los simios

Cosa de locos lo que sueltan por la boca esos personajes poderosos y, es de suponer, bien informados. Su negacionismo de tantas realidades es pasmoso, su huida hacia adelante es un viaje, sin retorno, a ninguna parte. De seguir por este camino el futuro será negro y corto. Por eso los que no están dispuestos a cambiar de ruta porque viven de la inmediatez especulativa del valor de sus acciones (las de la bolsa), quieren convencernos de la imposibilidad de dar la vuelta.

Eso, aunque cada día se vea más difícil, solo es totalmente imposible si creemos que lo es. El fatalismo y la pasividad matarán al piloto si no intenta saltar en paracaídas. 

Jorge Riechmann publica de nuevo su libro Gente que no quiere viajar a Marte. Con tal motivo la periodista Emma Rodríguez lo ha entrevistado en su revista cultural Lecturas sumergidas.

Propongo estas reflexiones a quienes no estén dispuestos a creer que el fin del capitalismo tenga que coincidir con el fin del mundo.


Jorge Riechmann: “Hay mucha desesperación en aceptar como válido el imposible de colonizar Marte”

13 mayo, 2025

En los ensayos que componen «Gente que no quiere vivir en Marte» Jorge Riechmann nos sitúa, sin rodeos, ante la catástrofe ecológica que ya estamos viviendo. Entre sus propuestas: Detener la dinámica de la extralimitación, abrazar una tecnología amiga de la naturaleza y aplazar las aventuras espaciales hasta haber arreglado la situación en la Tierra.


“Estamos más cerca de no tener para comer que de vivir en Marte”, ha señalado el científico planetario Jorge Hernández Bernal, a quien menciona Jorge Riechmann en la nota previa a su recopilación de “ensayos sobre ecología, ética y autolimitación”, agrupados bajo el llamativo título de Gente que no quiere viajar a Marte, una frase con indudable fuerza que nos estimula a pasar las páginas de un recorrido absolutamente esclarecedor, capaz de quitarnos los velos que nos impiden entender lo que está pasando, mirar de frente a los desafíos de la actualidad, al estado de un mundo, el nuestro, al borde del colapso.

“Soñar que alguna vez ese planeta con sus gélidas temperaturas, su baja presión atmosférica, su ausencia de oxígeno y sus elevadas dosis de radiación, puede llegar a ser un nuevo hogar para la humanidad es algo de una enorme ingenuidad. Por muy duras que lleguen a ser las condiciones para la vida en la Tierra, siempre serán mejores que las que existen en Marte (…) Quizás en el futuro pueda haber misiones tripuladas a Marte, pero el establecimiento de grandes colonias de humanos en ese planeta está muy alejado de cualquier posibilidad real”, alude el ensayista, en la parte final de su entrega, a las palabras de Esther Lázaro, investigadora en el Centro de Astrobiología del CSIC.

Los relatos del espacio como salvación y del transhumanismo como esperanzador futuro, que se nos quieren imponer desde los centros de mando del capitalismo global, movidos por poderosas empresas que se gastan millones en marketing para inocular esas ilusiones, son desmontados en este libro en el que Riechmann traza certeros diagnósticos y aporta soluciones que aún se pueden tomar si hubiera voluntad para ello. Lo hace partiendo de estudios y análisis de expertos en los más diversos ámbitos (de la ciencia, de la sociología…), sin dejar de recurrir a la palabra lúcida, podríamos decir visionaria, de no pocos filósofos, escritores, poetas.

Frente a “la épica de la carrera espacial para escapar de los problemas del aquí y ahora”, el autor propone “puntos de vista más cooperativos y solidarios con nuestros congéneres y con la biosfera de la que formamos parte”, indica en el prólogo el economista José Manuel Naredo, quien apunta como pilares fundamentales de la obra su tratamiento del “problema de los límites y de la ética necesaria para convivir con ellos en paz y de forma enriquecedora y gratificante, acrecentando sin tasa los placeres de la buena convivencia”.

En efecto, Jorge Riechmann, ensayista, ecologista, poeta y profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid, nos habla, con las enseñanzas del budismo de fondo, de “una vida buena en lugar de un alto nivel de vida”, de un camino hacia sociedades ecológicamente sostenibles, algo que podría ser aceptado por una parte importante de la población si se hiciese una mejor pedagogía; si el dinero, el consumo, el éxito, el estatus, la productividad, el emprendimiento y otros términos tan en boga en el entramado neoliberal en el que nos movemos, no llenaran tanto los discursos y las noticias.

JORGE RIECHMANN NOS HABLA DE “UNA VIDA BUENA EN LUGAR DE UN ALTO NIVEL DE VIDA”, DE UN CAMINO HACIA SOCIEDADES ECOLÓGICAMENTE SOSTENIBLES, ALGO QUE PODRÍA SER ACEPTADO POR UNA PARTE IMPORTANTE DE LA POBLACIÓN SI SE HICIESE UNA MEJOR PEDAGOGÍA.

“Enseñar a vivir en lo próximo”; impedir que los valores del humanismo lleguen a ser arrasados; abrazar una tecnología “amiga de la naturaleza”; empezar a detener ya, porque nos quedamos sin tiempo, la dinámica de la extralimitación; cultivar una ética de la “autocontención”; aprender del feminismo y sustituir la lógica de la cultura del beneficio por la lógica de la cultura del cuidado; “no precipitarse, obrar con prudencia”; aplazar el viaje a Marte hasta después de haber arreglado la situación en la Tierra…

Todas estas ideas marcan el trayecto de una entrega que nos sitúa, sin rodeos, ante la catástrofe ecológica, ante los signos devastadores del cambio climático que ya estamos padeciendo. Hechos anunciados por la ciencia desde hace tiempo y corroborados por estudios que han sido ignorados por quienes tienen en su mano la capacidad de modificar el rumbo, caso del informe Los límites del crecimiento del Club de Roma (1972), donde ya se determinaba que “no resulta posible el crecimiento infinito dentro de una biosfera finita”; análisis que ha dado lugar a otros desarrollos que son ampliamente analizados en la entrega.

Especialmente revelador, entre ellos, el pronóstico realizado en 2012 por Jorgen Randers, especialista noruego en temas medioambientales y climáticos, quien unió a las conclusiones de sus trabajos en dinámica de sistemas, las aportaciones de cuarenta expertos en distintas áreas de las ciencias naturales y sociales para trazar un mapa del mundo a mediados del siglo XXI [2052. Un pronóstico global para los próximos cuarenta años].

“Randers no prevé una suerte de apocalipsis global, sino más bien una lamentable cuesta abajo donde crecen colapsos parciales, graves conflictos y bolsas de miseria mientras que el BAU (“business as usual”) trata de seguir su huida hacia delante. Los recursos de todo tipo van agotándose, y hay que invertir cada vez más simplemente para mantener el funcionamiento habitual de sistemas cada vez más disfuncionales. Eso sí, las cosas se pondrían mucho peores en la segunda mitad del siglo”, señala Riechmann, quien desmenuza los puntos más importantes del estudio: estancamiento de la población mundial; crecimiento lento del PIB y de la productividad; aumento de los conflictos sociales; crecientes impactos negativos de los fenómenos meteorológicos extremos; pérdida de biodiversidad…

“La falta de respuesta humana específica y contundente en la primera mitad del siglo XXI va a situar al mundo en el peligrosísimo camino hacia un calentamiento global autorreforzado, descontrolado y desastroso en la segunda mitad del siglo XXI” / “El cortoplacismo del capitalismo y la democracia representativa será responsable de que las decisiones prudentes necesarias para lograr el bienestar a largo plazo no se tomarán a tiempo” / “Las grandes migraciones –de gente que abandonará zonas inhabitables cada vez más amplias– darán lugar a conflictos armados…”, se indica en un informe que vislumbra el más sorprendente de los impactos en la “actual élite económica mundial, especialmente EEUU (que experimentará un estancamiento del consumo per cápita para las próximas generaciones)”.

CITA EL ENSAYISTA EL PRONÓSTICO REALIZADO EN 2012 POR JORGEN RANDERS, QUIEN «NO PREVÉ UNA SUERTE DE APOCALIPSIS GLOBAL, SINO MÁS BIEN UNA LAMENTABLE CUESTA ABAJO DONDE CRECEN COLAPSOS PARCIALES, GRAVES CONFLICTOS Y BOLSAS DE MISERIA».

Sin duda deseamos que gran parte de los pronósticos de Randers no se cumplan, pero ya estamos percibiendo señales evidentes que indican su acierto. Jorge Riechmann nos sitúa ante lo demoledor, nos hace tomar conciencia de la gravedad del momento que vivimos, pero a la vez consigue que su entrega resulte inspiradora porque nos hace creer en otros caminos, en opciones que, por supuesto, exigen emprender nuevos rumbos, mirar hacia otros horizontes. “Hay que cambiar los objetivos, los valores. El valor no es ya la producción de bienes, sino de vida”, recurre Riechmann a las palabras del pensador ecomarxista español Manuel Sacristán.

Señala en otro momento el autor: “Los ecologistas somos personas que no sentimos la imperiosa necesidad de construir hoteles turísticos en la Luna; gente que no queremos viajar a Marte. No porque no apreciemos los aspectos atractivos de la propuesta (…) sino por ser bien conscientes de todo lo que necesariamente perderíamos en ese proceso de expansión cósmica (suponiendo, con muy poco realismo, que finalmente pudiese llevarse a cabo sin desembocar antes en un colapso civilizatorio”). Y a continuación nos muestra la gran disyuntiva histórica ante la que nos encontramos, en realidad una apuesta de todo o nada, porque se trata de elegir entre “morar en esta Tierra o dar el salto al cosmos”.

La primera opción, la de permanecer en nuestro planeta, supone ecologizar “a fondo nuestras sociedades”, lo que, argumenta Riechmann, “resulta del todo viable”, llevando a cabo “importantes transformaciones sociales, económicas y ético-políticas”, lo cual no “postula tecnologías mágicas, ni choca contra leyes o hechos biofísicos insuperables”. Mientras, la segunda opción, la de la salida al espacio exterior, presupondría “avances tecnológicos hoy por hoy inconcebibles, choca contra leyes físicas básicas (¿cómo alcanzar sistemas solares distintos del nuestro sin pretender viajar por encima de la velocidad de la luz?) y, por encima de todo, no se plantea la irracionalidad de la apuesta en juego”.

Gente que no quiere viajar a Marte es un libro lleno de interrogantes que nos hace abrir otros muchos a quienes lo leemos. He aquí el intercambio de preguntas y respuestas mantenido con el autor a través de correo electrónico.

“En esta hora sombría de la historia de la humanidad, todos estamos llamados a abrir los ojos y actuar”. 

–Empecemos por el título. Me parece que en tiempos de resignación, en los que, en gran parte de las poblaciones, se ha instalado la idea de lo irremediable (“es lo que hay”), decir “no” ya es un gesto esperanzador, incluso, me atrevería a decir “revolucionario”. A partir de un “no” contundente, colectivo, pueden iniciarse muchos cambios. ¿Cómo lo ves? ¿De dónde parte el título del libro, hacia dónde te ha conducido en tus reflexiones?

Me parece muy acertado llamar la atención sobre esa potencia del no, “la sílaba del no” sobre la que insistía el catedrático y ensayista Juan Carlos Rodríguez Gómez. Pensar es decir no, sugería, por su parte, el filósofo francés Alain (en sus Propos sur la religion). Y Plutarco sostenía que los habitantes de Asia servían a uno solo (señor, amo, emperador) por no saber pronunciar esta sílaba. Montaigne (Ensayos I, 25) indica que este es el punto de partida de su amigo La Boëtie en su obra Discurso de la servidumbre voluntaria, donde el joven poeta y jurista nos advirtió con palabras perdurables: la servidumbre empieza –y casi acaba– con nuestro asentimiento interior al tirano.“Estad resueltos a no servir más y seréis libres” sigue siendo un poderoso conjuro para los desobedientes actuales. 
Desde hace años (por precisar, desde la primera edición de Gente que no quiere viajar a Marte en 2004; y antes en algunos textos que lo precedieron) he reflexionado sobre lo siguiente: Teniendo en cuenta la dinámica autoexpansiva del capitalismo, uno no puede ser de forma coherente un “true believer” en el orden socioeconómico actual sin volverse antropófugo, es decir, sin tratar de escapar de la condición humana en dos direcciones (por lo demás vinculadas entre sí): la expansión extraterrestre en primer lugar, y la superación del organismo humano (percibido como deficiente en la Era de la Máquina) en segundo lugar. Esta última es la senda del transhumanismo, una poderosa corriente cultural que se plasma en diversas iniciativas tecnocientíficas y empresariales. 
El proyecto ecologista de autocontención se enfrenta al proyecto productivista, extractivista y antropófugo de extralimitación, de autotrascendencia tecnológica, con ese doble impulso de abandonar la condición humana hacia lo extraterrestre y hacia lo transhumano… que acaba en un enorme desastre, según hoy cabe prever. 

–¿Por qué la idea de viajar a Marte ya parece haberse aceptado como válida, como solución? ¿Por qué cuesta tanto aceptar que hay que cuidar al máximo la Tierra como “un tesoro irremplazable”? (recurro a tus palabras). Si algo se demuestra en el recorrido que trazas es que, pese a todo, tenemos más posibilidades de remediar algo del desastre ecológico en el que estamos inmersos, de frenarlo, que plantearnos hacer habitable Marte o la Luna… 

–Hay mucho de desesperación en ese aceptar como válido un imposible autodestructivo como el de colonizar Marte. (Ojo, no soy yo quien advierte sobre ese carácter imposible de la empresa: lean ustedes a los expertos… Por ejemplo, Albert Burneko, “Ni Elon Musk ni nadie colonizará nunca Marte”, («El Salto», 24 de septiembre de 2024). Quizá subestimamos el nivel de nihilismo que se despliega en nuestras sociedades. El nihilismo activo de las elites se ve reflejado en el nihilismo pasivo de las masas –y eso, por desgracia, conforma una mayoría social en el Norte global–. Claudio Magris escribió en 1996: “En este inicio de milenio muchas cosas dependerán de cómo nuestra civilización recoja este dilema: combatir el nihilismo o llevarlo hasta sus últimas consecuencias”. No hay muchas dudas del camino que ha venido siguiendo “nuestra civilización”. 
¡Cuidado con las maniobras de distracción! Elon Musk intenta que soñemos con viajes espaciales y la colonización de Marte mientras él acumula poder para imponer aquí y ahora el imperialismo “high tech” y el fascismo aceleracionista. Importa no caer en la trampa. Los nexos entre los colonialismos y fascismos europeos en el pasado, y los planes de expansión extraterrestre actuales, son patentes. Fijémonos por ejemplo en uno que sí quería viajar a Marte: “El mundo se halla completamente parcelado y lo que queda de él está siendo dividido, conquistado y colonizado. Pienso en esas estrellas que uno ve en lo alto por la noche, esos vastos mundos que nunca podremos alcanzar. Anexionaría los planetas si pudiera; a menudo pienso en eso. Me pone triste verlos tan claros y sin embargo tan lejanos…” Esto lo escribió nada menos que Cecil Rhodes (1853- 1902), todo un emblema de la destructividad colonial europea en África.

ELON MUSK INTENTA QUE SOÑEMOS CON VIAJES ESPACIALES Y LA COLONIZACIÓN DE MARTE MIENTRAS ÉL ACUMULA PODER PARA IMPONER AQUÍ Y AHORA EL IMPERIALISMO “HIGH TECH” Y EL FASCISMO ACELERACIONISTA. IMPORTA NO CAER EN LA TRAMPA.

–Se trata de “una apuesta de todo o nada”, señalas. “Morar en esta Tierra o dar el salto al cosmos”.

–Recuerdo cómo, en una amistosa reseña a la primera edición de Gente que no quiere viajar a Marte, el catedrático en Economía Óscar Carpintero glosaba las palabras de un físico excepcional, Werner Heisenberg, quien ya en 1955 apelaba a la conciencia de los riesgos inaceptables en que nos embarca la hybris tecnocientífica y convocaba la necesidad de enfrentarse a los límites: “La esperanza de que la expansión del poderío material y espiritual del hombre haya de constituir siempre un progreso se ve constreñida por limitaciones ciertas, por más que resulte difícil dibujarlas con nitidez; y los riesgos crecen en la medida en que la ola de optimismo, impulsada por la fe en el progreso, se obstina en batir contra aquellos límites. (…) La expansión, ilimitada en apariencia, de su poderío material ha colocado a la humanidad en la tesitura de un capitán cuyo buque está construido con tanta abundancia de acero y hierro que la aguja de su brújula sólo apunta a la masa férrea del propio buque, y no al Norte. Con un barco semejante no hay modo de poner proa hacia ninguna meta; navegará en círculo, entregado a vientos y mareas”. 

Hace diez años ya mantuvimos una conversación a propósito de otra de tus obras, Autoconstrucción (La transformación cultural que necesitamos), y ya sostenías que estábamos en “tiempo de descuento”. Desde entonces, lejos de mejorar, todo se ha ido precipitando a peor. Ahora ya se han superado los límites, el mundo se halla en fase de “extralimitación”, análisis que se convierte en pilar de esta nueva entrega. ¿Hasta qué punto la ventana de oportunidad hacia sociedades sostenibles está cerrándose más rápido de lo que podíamos imaginar? 

–Estamos en una cuenta atrás, sí. Ese es el aspecto más perturbador de la situación actual. Y se diría que nos resulta imposible asumirlo, y por ello buscamos todas las (falsas) escapatorias posibles, desde la esperanza-ficción hasta el encastillamiento en una cotidianidad consumista blindada contra las realidades exteriores. 

Diría que dos poemas breves (escritos hace bastante tiempo) captan aspectos importantes de la situación en que nos encontramos. El primero, brevísimo, es una copla de Antonio Machado en Los complementarios:

“¡Qué difícil es
cuando todo baja
no bajar también!” 

Y el segundo, estos versos de Pedro Casaldáliga:

“Es tarde
pero es nuestra hora.

Es tarde
pero es todo el tiempo
que tenemos a mano
para hacer futuro.

Es tarde
pero somos nosotros
esta hora tardía.

Es tarde
pero es madrugada
si insistimos un poco.” 

–Conceptos como limitación, precaución, autocontención, son básicos en el recorrido. Pero ¿cómo convencer a la gente de que, como se indica en uno de los capítulos, “poner límites al crecimiento material no significa renunciar a la mejora de la vida humana”? ¿A quién corresponde ahora mismo la tarea de concienciar, de desmontar el relato de que la tecnología nos va a salvar del desastre, de que en la aventura espacial y transhumana están las soluciones? 

– Desde luego, yo no asignaría esas difíciles tareas especialmente a los y las jóvenes. Hace unos días, un poeta y ensayista admirable como Ramón Andrés esbozaba una carta a los jóvenes que comienza recordando la etimología de delirar: procede de delirare, el término latino que se usaba para indicar que el arado se había salido del surco. Y Andrés (en «El Cultural» del 18 de abril de 2025) encomendaba a los jóvenes una tremenda misión: a ellos y ellas correspondería volver a poner el arado en el surco, recolocar lo que se desquició, reducir los esguinces (esguinzar viene del latín vulgar “exquintiare”, que alude a que algo está desgarrado por cinco partes). No, don Ramón: nuestro descoyuntamiento no atañe sólo a los jóvenes. No arrojemos esa carga demasiado pesada sobre sus hombros; no rehuyamos nuestra propia responsabilidad. Desesguinzar nuestro mundo es una tarea de todos, no sólo de los y las jóvenes. En esta hora sombría de la historia de la humanidad, todos (desde los “yayoflautas” hasta las adolescentes) estamos llamados a abrir los ojos y actuar.

«ESTAMOS EN UNA CUENTA ATRÁS. ESE ES EL ASPECTO MÁS PERTURBADOR DE LA SITUACIÓN ACTUAL. Y SE DIRÍA QUE NOS RESULTA IMPOSIBLE ASUMIRLO, Y POR ELLO BUSCAMOS TODAS LAS (FALSAS) ESCAPATORIAS POSIBLES…»

–Algo que desde los distintos poderes (económicos, políticos) se quiere evitar por todos los medios.

–Este llamamiento a abrir los ojos, a despertar (llamamiento que encontramos en todas las tradiciones sapienciales, filosóficas y espirituales), quizá nos haga pensar en la cruzada de las derechas y ultraderechas contra lo woke (término que remite directamente al despertar: “to wake up”, “to be awake”). Hace pocos días, Trump ha firmado un decreto para eliminar en EEUU las normas sobre cabezales de ducha (destinadas a evitar el desperdicio de agua). Según este patán, la medida hará que las duchas de EEUU “vuelvan a ser grandiosas” y “pondrá fin a la guerra de Obama y Biden contra la presión del agua [para ahorrar]”. 
“En mi caso, me gusta darme una buena ducha para cuidar mi hermoso cabello”, dijo Trump al firmar el decreto que, según la Casa Blanca, se aplicará a varios aparatos domésticos, incluidos los inodoros y los lavabos: “Tengo que quedarme bajo la ducha durante 15 minutos hasta que se moja el pelo. Sale gota a gota. Es ridículo”. La Casa Blanca afirmó en un comunicado sobre la orden: “Al restaurar la libertad en la ducha, el presidente Trump cumple con su compromiso de eliminar regulaciones innecesarias y poner a los estadounidenses en primer lugar”. 
Así que el ahorro de agua es woke… Puede parecer una minucia, pero está lejos de serlo: yo lo llamaría nihilismo de alcachofa de ducha. Durante su primer mandato, Trump eliminó normas más estrictas sobre eficiencia energética en bombillas, argumentando que los consumidores debían tener libertad de elección. En ese momento, Xavier Becerra, entonces fiscal general de California, calificó la medida como “otra decisión absurda que desperdiciará energía a costa de nuestra gente y del planeta”. El primer gobierno de Trump también introdujo excepciones que permitían fabricar electrodomésticos menos eficientes, como lavavajillas y duchas. Ya saben ustedes: ahorrar agua o energía es woke. En realidad, cuidar del prójimo es woke. Y ya, cuando se vienen arriba, acaban desvelando que todo lo que no sea sadomasoquismo es woke. 

–¿Te puedes centrar en la “precaución”? ¿Habrá que reparar, preservar, centrarnos en lo que tenemos antes de iniciar esas aventuras tan espectaculares que se nos venden? ¿Hemos perdido la noción del tiempo lento, de la capacidad de espera? 

–El principio de precaución, alguna vez invocado pero casi nunca practicado, debería ser una norma de conducta básica en la situación en que nos encontramos (potencia tecnocientífica descomunal, enorme capacidad de impacto de una humanidad muy numerosa, dinámica autoexpansiva del capitalismo, alucinantes niveles de desigualdad social, extralimitación ecológica). Cuando las nuevas herramientas tecnológicas parecen prometer recompensas sociales y –sobre todo–beneficios privados instantáneos, se pasa de inmediato a la fase de aplicación masiva, sin atender al hecho de que la ciencia rara vez tiene mucho que decir sobre los efectos a medio y largo plazo de estas aplicaciones sobre la misma sociedad y sobre los ecosistemas. 
A la euforia inicial sucede luego un largo y a veces amargo despertar inducido por efectos secundarios, indirectos, de largo alcance… No hay más que pensar en los efectos a largo plazo de la fisión nuclear o los plaguicidas agrícolas para darnos cuenta de cómo los efectos totales –para bien y para mal– de estas aplicaciones de la tecnociencia van muchísimo más allá de los usos inmediatos para los que fueron concebidas, transformando y configurando la sociedad y la biosfera de manera muchas veces sorprendente y a menudo negativa. La lógica de la prudencia no casa bien con la lógica del lucro inmediato. El enfoque cautelar o precautorio recomienda actuar antes de que existan pruebas fehacientes del daño, especialmente si se trata de perjuicios a largo plazo o irreversibles. Pues cuando se avistan problemas graves en el horizonte, no es razonable esperar a saberlo todo para actuar (en la literatura especializada sobre riesgo y precaución esto se describe con la fórmula “parálisis por los análisis”). 
El biólogo Michel Loreau nos advertía hace dos decenios: “Buscamos el origen de la vida y nos gastamos una cantidad de dinero increíble para enviar una sonda a Marte o a Titán. Con la décima parte de lo que cuesta una de estas misiones podríamos descubrir lo que tenemos en la Tierra y, de paso, los secretos del origen de la vida”. 

–¿Qué ha pasado en estos diez años? ¿Te atreves a hacer un resumen rápido? Yo pienso en algunos hechos: la pandemia reciente, que al parecer, tan poco nos ha enseñado; el aumento del negacionismo contra los límites biofísicos del planeta, contra el ya tan visible cambio climático, impulsado por el capitalismo, asociado al ascenso del fascismo… 

–Empleamos nociones como crisis de civilización, crisis ecológico-social o policrisis. Esto, para la sociedad, quiere decir crisis de habitabilidad (de la Tierra) más cierta crisis de escasez (comenzando por la energía). Y así la pregunta lancinante es la que planteaba Carl Amery en 1998: “Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?” Por desgracia, parece que hay que responder que sí. 
¿Por qué no nos hacemos cargo de una situación tan apurada, si efectivamente nos va la vida en ello? No es cuestión aquí de ser más listo que los demás, sino de querer engañarse menos. “En algún momento habrá que vivir como si la verdad fuera cierta”, dice Tamara Lindeman en su canción Loss (con su banda The Weather Station). 
Blas de Otero quería escribir “la poesía en los siglos futuros con el pan en medio de la mesa y un avión a Marte todos los miércoles”. El gran poeta bilbaíno no llegó a intuir –como le pasa a la mayor parte de nuestra izquierda– que el esfuerzo por inaugurar la línea aérea a Marte (que no se inaugurará jamás, dicho sea de paso) es una de las causas que impiden que haya pan encima de cada mesa. 
Pero sin ese giro ético-político, ni siquiera vemos la tragedia que está teniendo lugar, y alentamos la fantasía de que podremos sobrevivir en una biosfera radicalmente empobrecida, o emigrar a Marte. Seguimos básicamente ignorando el ecocidio –y éste lleva consigo el genocidio–… El vuelo de la fantasía susurra que nos salvarán las finanzas verdes y el coche eléctrico. (De la demencia normalizada que cifra esa salvación en la colonización de Marte mejor no hablar.) Compañeras y compañeros: ánimo… 

–Y, por otro lado, los movimientos ecologistas se demonizan cada vez más; los activistas son tachados incluso de “terroristas”, sus acciones condenadas judicialmente. Incluso tú te has visto involucrado… La lucha juvenil contra el cambio climático parece haberse adormecido. Partidos verdes como el alemán han resultado decepcionantes… ¿Qué opinas de todo esto? 

–Hay que constatar una situación difícil: a medida que se encona y agrava la crisis ecosocial, lejos de avanzar, la sociedad española está retrocediendo en lo que a conciencia y praxis se refiere. Algunos datos del último lustro (proceden del informe El consumo sostenible y los productos certificados 2025, elaborado por ClicKoala con el apoyo del Grupo de Investigación en Psicología Ambiental de la Universidad de Castilla-La Mancha): en 2019, casi 4 de cada 10 españoles (40%) decían que vivir de forma sostenible y respetuosa con el medio ambiente era algo importante que les definía, que contaba en su identidad personal. Hoy ese porcentaje ha caído al 30%. Parece que la sostenibilidad sigue presente, pero está cada vez menos en el centro de cómo nos autoconstruimos… 
También ha menguado la percepción de responsabilidad individual frente al cambio climático. En sólo dos años, entre 2022 y 2024, se ha pasado de que uno de cada cuatro ciudadanos y ciudadanas se sintiera claramente implicado en la solución al problema a menos de un 18%. La mayor caída en la preocupación climática se da entre los hombres jóvenes (16 a 24 años), cuyo nivel de implicación ha descendido drásticamente en los últimos años: de un 68% que se declaraban “muy preocupados por el cambio climático” hace un lustro a sólo un 42% hoy. Entre los hombres de mediana edad (35-54) la preocupación también es baja, aunque el retroceso ha sido más moderado: partían ya de niveles menores. Las mujeres siguen declarando mayor preocupación climática en todos los niveles de edad.
Mientras tanto, el pasado 13 de abril el observatorio de Mauna Loa (centro de referencia estadounidense en Hawai) registró la primera concentración promedio semanal de CO₂ superior a 430 ppm en los últimos tres millones de años.

«HAY QUE CONSTATAR UNA SITUACIÓN DIFÍCIL: A MEDIDA QUE SE ENCONA Y AGRAVA LA CRISIS ECOSOCIAL, LEJOS DE AVANZAR, LA SOCIEDAD ESPAÑOLA ESTÁ RETROCEDIENDO EN LO QUE A CONCIENCIA Y PRAXIS SE REFIERE».

–No podemos olvidar el segundo mandato en Estados Unidos de un gran negacionista como Trump, al que ya hemos citado. Los principios del sistema neoliberal, de la globalización, se tambalean, pero nos cuesta imaginar que eso implique un cambio en la buena dirección. Todo lo contrario. La imagen que tenemos es la de una regresión en todos los sentidos. En Europa la idea que impera es la del rearme, se quiere imponer nuevamente el consenso belicista; se ridiculiza a los defensores de la paz. ¿Cómo hacer frente a todo esto de manera colectiva e individual? ¿Cabe algún tipo de esperanza?

Autolimitación, precaución y biomímesis son las cuestiones clave. Sobre las dos primeras ya hemos dicho alguna cosa: atendamos un momento a la biomímesis. Etimológicamente esta noción remite a la “imitación de la vida”. La idea esencial sería: si tenemos, como lo tenemos, un grave problema de mala inserción de las sociedades humanas en la biosfera (mal encaje de los sistemas socioeconómicos humanos dentro de la biosfera) y de choque entre esos sistemas humanos y los sistemas naturales, entonces, teniendo en cuenta que lo que no podemos hacer es cambiar de biosfera por más ilusiones al respecto que nos hagamos (pues no vamos a conquistar otros planetas y hacerlos habitables para irnos a vivir en ellos), parece de sentido común que la manera más sensata de intentar remediar eso será cambiar esos sistemas socioeconómicos humanos que encajan tan mal en la biosfera. 
¿Cómo hacerlo? La propuesta es: fijémonos en cuáles son los principios básicos de funcionamiento de los ecosistemas, observemos con qué energía funcionan los ecosistemas, cómo se cierran dentro de ellos los ciclos de materiales, qué sucede con el transporte o con la diversidad biológica, e intentemos extraer de ahí principios a partir de los cuales podamos reconstruir los sistemas humanos de manera que sean más compatibles con los sistemas naturales. Si nos fijamos en que en la biosfera prácticamente todo se mueve gracias a la energía solar, entonces tenemos una buena razón para pensar que las sociedades humanas que se muevan también gracias a la energía solar serán sostenibles como no lo son las sociedades industriales actuales… Esa idea básica puede desarrollarse en una serie de criterios biomiméticos que, por ejemplo, las buenas prácticas agroecológicas ejemplifican muy bien. 

–En distintos capítulos del libro se aborda el tema, sin duda controvertido, del crecimiento demográfico, de la necesidad de frenarlo. ¿Por qué se habla tan poco de esto? Los bajos índices de natalidad siempre se analizan negativamente, pero hay expertos que ven en el “hijo único” un acto de responsabilidad. ¿Cómo abordar esto? 

–Hay algo muy importante que no se suele mencionar en este punto: sólo ha sido posible construir tantos cuerpos (humanos y de nuestro ganado y mascotas) gracias a un uso masivo de combustibles fósiles que ahora se están agotando. Sin tanto petróleo, carbón y gas natural, y en una biosfera degradada (entre otras causas, por los desmanes de nuestra agroindustria), no será viable una población humana tan enorme como la que ahora nos parece normal. El proyecto capitalista de expansión, históricamente, ha ido de la mano de la expansión demográfica; a la inversa, un proyecto de decrecimiento y autolimitación debe incluir también la autocontención demográfica. Pero sobre este último debate se ha impuesto una especie de tabú, en parte por buenas razones (los proyectos de eugenesia desde finales del siglo XIX, el control sobre la fecundidad de las mujeres desde mucho antes) y en parte por otros motivos que no hemos de aceptar (que tienen que ver con la fantasía de que será posible proseguir la expansión). 

–Una y otra vez se choca con lo mismo, los profundos cambios sociales y culturales que son necesarios para ecologizar la sociedad y remediar en lo posible el desastre que ya estamos viviendo. La idea de cambio, de transformación, es temida por mucha gente. ¿Por qué tanto miedo a soñar con lograr mejores horizontes de futuro para los humanos y las demás especies? 

–Nos hallamos entre un nosotros que ya no es (de clase, religioso, de nación…) y un nosotros que debería ser (“terrestre soy, solidario de todos los demás seres terrestres”), pero no existe aún. Nuestra cultura tecnolátrica espera grandes novedades (¡y hasta la salvación!) de la inteligencia artificial, la robótica, la biología sintética, las nanotecnologías… No espera grandes novedades en el terreno de la convivencia humana. Contra el transhumanismo y la fantasía de la fuga a Marte, lo esencial de nuestra tarea de autoconstrucción sería aceptar la condición humana y rechazar la dominación. 

–Volviendo a la esperanza se me ocurre hacer una parada en el feminismo y la noción de cuidado. Creo que es algo a tener en cuenta en la balanza de lo positivo, aunque el ataque contra el movimiento feminista y todo lo que supone ya está en marcha. 

–¡Sin duda! La erosión del patriarcado, los avances de los feminismos y la profundización en éticas del cuidado se cuentan entre los avances más luminosos que hemos experimentado en los decenios últimos. Una buena lectura en este sentido: Ecofeminismo de Catherine Larrère, recién traducido al español (publicado por La Marca editora en 2024). Junto a cualquiera de los libros de Alicia Puleo y Yayo Herrero, grandes referentes del ecofeminismo en nuestro país.

«LA EROSIÓN DEL PATRIARCADO, LOS AVANCES DE LOS FEMINISMOS Y LA PROFUNDIZACIÓN EN ÉTICAS DEL CUIDADO SE CUENTAN ENTRE LOS AVANCES MÁS LUMINOSOS QUE HEMOS EXPERIMENTADO EN LOS DECENIOS ÚLTIMOS».

–Poetas y filósofos: Pier Paolo Pasolini, Juan Ramón Jiménez, Claudio Rodríguez, Joaquín Araújo, Marco Aurelio, Zygmunt Bauman, Pierre Adot, por citar algunos nombres, son referencias en el trayecto. ¿Te has sentido, te sientes bien acompañado? 

–¡Muchísimo! Me siento muy afortunado por ciertos encuentros cruciales que, a lo largo de mi vida, me abrieron caminos y posibilitaron lo que me parece una buena orientación (así, por ejemplo, los colectivos de las revistas En pie de paz y Mientras tanto, que tuvieron mucho que ver con ese acceso a autores decisivos como Manuel Sacristán o Pier Paolo Pasolini). Me he sentido muy bien acompañado no sólo en el plano intelectual sino también vivencial, y eso se prolonga hasta hoy: la cercanía de los miembros del grupo de investigación en Humanidades ecológicas GHECO y la red RHECO, los doctorandos y doctorandas, los buenos estudiantes como los que uno encuentra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM… No dejo de dar gracias por lo que ha sido mi vida, por todo lo que recibí desde mi infancia hasta hoy, ya sexagenario. Si lo pienso, lo que quise ser (ya desde adolescente), lo he sido. El reconocimiento al que podía aspirar no me ha faltado. Una historia de éxito personal, se podría decir. El problema es que nada de lo que quise para el mundo ha sido. 
Si no podemos aceptar la finitud humana, tampoco lograremos superar la crisis en nuestra relación con la naturaleza. Si no nos reconciliamos con nuestra vulnerabilidad y mortalidad, el intento por trascender la condición humana a través de un dominio ilimitado sobre la naturaleza acabará –es de temer– en un desastre mayúsculo. En lugar del seremos como dioses, quizá podríamos decir: todos somos minusválidos. Son temas que he tratado por extenso en Gente que no quiere viajar a Marte: parece oportuno dejarlos resonar al final de esta entrevista.

Gente que no quiere viajar a Marte ha sido publicado por la editorial Los Libros de La Catarata. Se trata de una segunda edición, en la que Jorge Riechmann actualiza y corrige la ya publicada en 2004. 

En Lecturas Sumergidas publicamos otra entrevista con el autor, a propósito de otra de sus obras: Autoconstrucción (La transformación cultural que necesitamos), también en La Catarata.